Comisión Nacional Anticorrupción ¿Solución al problema?

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El día 15 de noviembre del año en curso, el grupo parlamentario del Partido Revolucionario Institucional en la Cámara de Senadores, a la par del Partido Verde Ecologista de México, presentó una iniciativa de reforma constitucional que, en lo esencial, prevé la creación de una Comisión Nacional Anticorrupción como un organismo público autónomo encargado de prevenir, investigar y sancionar, en la vía administrativa, los actos de corrupción cometidos por los servidores públicos de la federación, de estados y municipios, así como por cualquier persona física o moral involucrada en tales actos o que resulte beneficiada por los mismos.

Para efectos mediáticos y políticos, el discurso que acompaña la iniciativa posiciona un nuevo estilo de gobierno en el que la corrupción, se afirma, es un fenómeno rampante y arraigado en los diferentes sectores y estructuras de los niveles federal, estatal y municipal de México. Sin embargo, el tema de fondo es si ese fenómeno tendría que continuar combatiéndose a golpe de ley o de reformas constitucionales, o, en su caso, con acciones concretas que en casos específicos inhiban actos de corrupción, sobre todo los significativos, que en México son muchos y socialmente bien identificados. Estos aspectos no son imaginarios o teóricos, sino que son resultado de una larga experiencia desde el sexenio de Miguel de la Madrid, en que por vez primera se creó un marco normativo e institucional ad hoc para los mismos propósitos.

La legislación actualmente en vigor es profusa y detallada en esta materia. Además del texto constitucional existen tres leyes federales que la regulan: Responsabilidades de Servidores Públicos, Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria, y Fiscalización y Rendición de Cuentas de la Federación. Adicionalmente se tienen dos leyes que norman las licitaciones públicas y una más en materia de contabilidad gubernamental. Con esto no minusvaloramos la posibilidad de que las leyes sean perfectibles y tengan que adecuarse periódicamente conforme las necesidades sociales, políticas y económicas lo exijan.

Leyes sustantivas y procesales hay suficientes, no faltan más, al grado de que se señala que su aplicación severa por parte de los órganos fiscalizadores han terminado por colapsar la operación y funcionamiento de las entidades públicas. A pesar de ello, la evidencia reconocida incluso en la propia iniciativa es que la corrupción no se ha reducido, sino que ha aumentado y sofisticado, de manera especialmente crítica en las entidades federativas y en los municipios.

Lo anterior lleva a una primera afirmación: lo que en realidad falta es una aplicación decidida y efectiva de la legislación por parte de los órganos fiscalizadores competentes en los tres niveles de gobierno, que en la esfera federal son la Secretaría de la Función Pública y la Auditoría Superior de la Federación, en especial en casos significativos de corrupción. Esta última, por ejemplo, desde su creación en el año 2000 ha emitido innumerables observaciones en relación con el ejercicio cuantitativo y cualitativo del gasto públicoque han quedado sin responsabilidad alguna en contra de los funcionarios públicos que lo ejercieron. Esas observaciones están expresamente plasmadas en los respectivos informes anuales; sin embargo, ni la propia Auditoría Superior de la Federación, ni la Secretaría de la Función Pública ni la Procuraduría General de la República han fincado responsabilidades patrimoniales, administrativas o penales en contra de los servidores públicos –mucho menos de los particulares con ellos relacionados– que actuaron irregularmente. Así, la vasta legislación para combatir la corrupción en el sector público ha resultado ineficaz. No se trata de que haya más leyes, sino de que sean aplicadas con determinación.

Es cierto que la iniciativa de reforma constitucional tiene un propósito integrador de funciones y responsabilidades, así como de una mayor envergadura operativa que incorpora a la totalidad de poderes, órganos y entidades del sector publico sujetos a control presupuestal. Su campo de acción es eminentemente federal, pero por atracción puede conocer de casos estatales y municipales. Se trataría de un súper órgano de combate a la corrupción, con comisionados independientes nombrados escalonadamente por 7 años y con un poder aún mayor que la Auditoría Superior de la Federación, con quien trabajaría en mancuerna. Ello, por supuesto, traería aparejado la asignación de un mayor costo presupuestal que de entrada se justificaría con la desaparición de la actual Secretaría de la Función Pública.

Sin embargo, al igual que lo que hoy sucede, la eficacia de la Comisión Nacional Anticorrupción no dependería tanto de las leyes que se expedirán o reformarán con motivo de su creación, sino de la decisión de aplicarlas en todos los casos, sobre todo los emblemáticos, sin excepción ni privilegio alguno, sobre todo en los que las cabezas en suerte sean personajes distinguidos de los principales partidos políticos o funcionarios públicos, que es en contra de quienes históricamente los órganos de fiscalización se han frenado. En estas situaciones, la persecución de la corrupción ha sido veleidosa y caprichosa, incluso extorsionadora.

La memoria antigua y reciente evoca muchos casos de ese tipo. De seguirse los mismos patrones, poco eficaz resultaría la intención del nuevo gobierno de abatir los índices de corrupción en el país. Por ello, el perfil de los comisionados y su independencia sería fundamental, como también lo sería el compromiso del Ejecutivo Federal y de los Senadores que intervienen en su nombramiento, para seleccionar a los adecuados.

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Experto en temas jurídicos, con más de 40 años de experiencia. Es socio director de PDEA Abogados, despacho especializado en derecho fiscal y administrativo en la Ciudad de México.