Los últimos 25 años del sistema tributario mexicano se han caracterizado por su peculiar dinamismo, particularizado por el acuciante –casi obsesivo– ánimo del Poder Ejecutivo y del Congreso Federal por establecer mayores cargas tributaria a los particulares. En unos casos, ello se ha hecho mediante la creación de nuevas y variadas contribuciones; en otros, mediante el aumento de las tasas y tarifas de los principales impuestos federales, sobre todo del ISR y del IVA.
Los principales afectados por este tsunami recaudatorio son los contribuyentes que operan en el sector formal de la economía. La sensación de acoso sobre las personas y sus patrimonios es más que eso; es un fenómeno real. A ello se aúna la imposición de mayores obligaciones formales y la creciente vórtice de contribuciones de las entidades federativas. La demanda de recursos económicos por parte de las Haciendas federal y locales no tiene límite constitucional efectivo.
El ciclo ingreso-gasto de las finanzas públicas está sujeto a la inventiva y al irrestricto criterio de los legisladores. La nota característica del sistema tributario de nuestro país es la insensibilidad de quienes a lo largo de los años han trabajo en su diseño. Nada detiene su creatividad. El discurso oficial, ya manido y automatizado al extremo, para justificar las interminables reformas a la legislación fiscal federal y local, tiene varias vertientes, a saber:
i) Que es impostergable la necesidad de aumentar los ingresos fiscal del Estado mexicano en sus tres niveles de gobierno, obviamente bajo el entendido de que tienen que crearse nuevas contribuciones o aumentarse las tasas y tarifas de las ya existentes.
ii) Que, ahora sí, la reforma fiscal integral es una necesidad impostergable.
iii) Que la reforma fiscal integral debe abocarse a la ampliación de la base de contribuyentes y al combate a la evasión fiscal, lo cual, por cierto, es ya una especie de estribillo recurrente en la generalidad de las modificaciones legales de los últimos 25 años.
Lo anterior, sin embargo, se hace prescindiendo de una propuesta estratégica de crecimiento económico, de fomento del empleo, de auspicio de la inversión privada, de coparticipación de ésta en obras y servicios públicos, y de promoción de actividades no lucrativas pero de alto impacto social (educación, salud, medio ambiente, etc.), por señalar algunos ejemplos. No existe una agenda económica y de gobierno que oriente la política fiscal en México. Ésta, de hecho, es inexistente; sólo se trata de gravar a los contribuyentes con un propósito meramente recaudatorio. Ninguna propuesta efectiva –no como simple discurso– existe en torno al cumplimiento del mandato de que el Estado mexicano garantice una más justa distribución del ingreso y la riqueza, entre otras vías mediante una política fiscal integral y sustentable como lo ordena el artículo 25 de la Constitución Federal.
La consigna de las Haciendas públicas federal, estatal y municipal es la obtención de mayores ingresos. Para los gobernados, la afrenta se agrava debido a un gasto público incontenible, sin límites en el dispendio de los órganos de gobierno ni de conciencia de lo que ese dispendio representa para los contribuyentes. Los aspectos cuantitativos del gasto público se relegan a un segundo plano en función de la necesidad obcecada de obtener más ingresos tributarios. El Poder Legislativo señala que se requieren mayores ingresos, pero no explica para qué y cuál será su efectividad y la calidad con la que se aplique, sobre todo cuando la evidencia arroja que gran parte del presupuesto de egresos está orientado a gasto corriente.
Hubo un tiempo, hace algunas décadas ya, en que el sistema fiscal de nuestro país era realmente tributario, es decir, que el fisco participaba del patrimonio de los gobernados en la medida que el mismo se acrecentara. Era una especie de socio que tenía el crecimiento económico y el fortalecimiento de las empresas, como premisa de la imposición tributaria. Evidentemente que ello no eliminaba en los contribuyentes la incomodidad que les representaba la transferencia de una parte de su patrimonio a la Hacienda pública.
Sin embargo, esa aproximación cambio de manera importante a finales de la década de 1980. A partir de entonces el sistema fiscal se caracterizó por ser recaudador, en lo que lo importante era “cobrarles a los contribuyentes a toda costa”, incluso cuando ello implicase medidas coactivas severas en su contra (incluidas acusaciones penales, en la época del denominado terrorismo fiscal). Es evidente que el fisco tiene que recaudar, pues esa es su función primordial; pero el punto estribaba en la situación paradójica que entonces se presentó, pues las diversas crisis económicas en México y que impactaron negativamente a los gobernados, obedecieron en gran medida a la aplicación de políticas económicas y de gobierno erróneas, lo que los puso en situación de imposibilidad real de cumplir con sus obligaciones fiscales, y no debido a la simple intención de ellos de no pagar sus adeudos. Fue una época en la que el fisco federal “cobraba porque cobraba”, en muchos casos de manera indiferente e irresponsable, incluso en casos de cierres fuentes productivas y de trabajo por ese motivo. Un ciclo de perder-perder iniciado con crisis económicas propiciadas por el propio Estado y culminado con operativos depredadores de las autoridades fiscales.
Es cierto que en aquellos tiempos la Secretaría de Hacienda ideó, entre otras herramientas, el Proafi I y el Proafi II, que lograron diferir el problema para años posteriores, pero a expensas de una capitalización desmesurada de actualización y recargos para los contribuyentes. Al final de cuentas, eso los puso en una peor situación financiera y fiscal, de alguna manera remediada con los programas de condonación de adeudos fiscales establecidos en la Ley de Ingresos de la Federación de 2007 y 2008.
De 2006 a la fecha, la mayor irracionalidad del sistema fiscal es patente. Además de la desmesura del gasto público, la inventiva legislativa para establecer nuevas contribuciones o aumentar las ya existentes está descontrolada. Así lo demuestran los decretos legislativos que, entre otros temas: eliminaron las deducciones en el IMPAC; instituyeron el IETU y el IDE; incrementaron las tasas de estos dos impuestos y el IVA, así como las tarifas del ISR; y se establece el IEPS en materia de telecomunicaciones. Estos son ejemplos de una cascada de reformas legales producidas en este sexenio, sumadas a otras más en el mismo período y en años anteriores. A lo anterior se añaden las cargas tributarias de las entidades federativas y de los municipios, también la línea de una creatividad legislativa desbocada. La vorágine del Estado mexicano en todos sus niveles de gobierno en su apogeo.
El sistema fiscal de México ya no es simplemente tributario o recaudador, sino abiertamente depredador, en el que la subsistencia de la fuente tributaria –ingresos y generación de empleos– no es una variable considerada por quienes son responsables del diseño de una política fiscal integral y sustentable en México.