Pocos creyeron la explicación de Angélica Rivera acerca de cómo compró la Casa Blanca. ¿Podremos saber si nos mintió? La suspicacia se generalizó. La ironía popular campeó a sus anchas. Con virulencia se criticó el enfado que mostró en su comparecencia pública. Los memes proliferaron en redes sociales. El bullying nacional e internacional sobre su persona fue inigualable y permanecerá por décadas en la memoria colectiva.
Al final, quedó como víctima de su esposo y de la red de complicidades y corrupción del sistema que él personifica. Las empresas aglutinadas en torno a Grupo Higa están ligados al grupo del Estado de México que asaltó el poder presidencial. La casa que Videgaray compró en Malinalco es un ejemplo más de ello. Y lo que falta por conocer. ¿Quiénes más están en la lista de políticos beneficiados? Sería una candidez suponer que sólo dos personas se han aprovechado esos favores.
Al igual que todos los ciudadanos, Angélica Rivera goza de la presunción de inocencia en su favor. Así lo establece la Constitución. Esto, sin embargo, se difumina con la sospecha de que cometió actos ilícitos y se aprovechó de la situación privilegiada de su esposo, como evidencia la ostentación que hizo de la casa en una revista predilecta de la alta sociedad. Su insensibilidad fue agraviosa. La verdad implícita en el diálogo memorable de Al Pacino en el Abogado del Diablo (“Definitivamente, la vanidad es mi pecado favorito…”) la aniquiló.
Angélica Rivera no puede escudarse en ignorancia alguna. Por esto la sospecha de que ella también se coludió con Grupo Higa. Y aunque se reconoce que no tiene la maldad ni la osadía para concertar acuerdos delictivos, no se acepta, en cambio, que desconociera la cercanía social y de ‘negocios’ de su esposo con Juan Armando Hinojosa. Defendió lo indefendible y afrontó una responsabilidad que, dada la dimensión nacional e internacional del escándalo, competía en exclusiva al presidente Peña Nieto.
La honra de la pareja presidencial está en entredicho. La presunción constitucional de inocencia se difumina en su perjuicio. El veredicto popular resulta inapelable: los dos son culpables de tráfico de influencias y de corrupción, a menos que demuestren lo contrario. El tono y el tino de las explicaciones fueron desafortunados y se revirtieron en su perjuicio.
El ardor popular se agravó con el silencio resultante del lacónico ‘caso cerrado’. La solución habría sido una transparencia total, como lo ordena el texto constitucional. Optaron por actuar en sentido opuesto, suponiendo con perfidia que el tiempo borraría los estragos ocasionados. El resultado ha sido el indeseado, el peor de todos. La sensación de que nos mintieron es descomunal.
La suspicacia caracteriza la vinculación de los ciudadanos con la clase política. ‘Confía en tus instituciones’ es una frase distante, propia de un adoctrinamiento fascista trasnochado. Más transparencia y menos cerrazón es lo que demandamos de la clase política. Si la corrupción carcome los cimientos del Estado de Derecho y la confianza en las instituciones públicas, a los gobernantes compete restaurar la confianza perdida. Lo contrario agravia: es continuar jugándonos el dedo en la boca.
Pocos -¿los hubo?- creyeron la versión de que a la señora Angélica Rivera se le pagaron $130 millones por un contrato de exclusividad. Era obligado llevar la sospecha al ámbito legal. ¿Fue cierto que ella declaró esa cantidad para efectos del ISR de 2010? ¿Fue cierto que la televisora le retuvo $13 millones, equivalente al 10% de esos honorarios? ¿La declaración de impuestos que nos mostró es verdadera, es decir, es la misma que el SAT tiene en su poder? ¿Por qué creerle a ciegas? ¿Sólo porque lo dijo ella y publicó una fotocopia de una declaración que quizá seahechiza? Al final, esa declaración es un simple formulario que se llena, rellena, corrige e imprime cuantas veces sea necesario, sin repercusión fiscal alguna.
Angélica Rivera sólo exhibió la declaración de impuestos. Para creerle por completo tuvo que exhibir, al menos, el contrato de exclusividad con la empresa de televisión, las transferencias por $130 millones recibidas en sus cuentas bancarias, y lo más importante, las constancias de retención del ISR por $13 millones equivalentes al 10% de los honorarios que se le pagaron.
Ninguno de estos otros papeles se exhibieron. Según ella y los asesores del presidente Peña Nieto, la sola declaración de impuesto de 2010 era suficiente. Por lo tanto, tendríamos que creer en su palabra y atenernos a la expresión: ‘caso cerrado’. Sin embargo, desde el punto de vista legal no es así de fácil. Faltan pruebas que los exculpen de las sospechas de tráfico de influencias y de corrupción De no exhibirlas, la duda los seguirá acosando.
La pareja presidencial ya no goza del encanto porfiriano de otros días. Por esto conviene que hagan efectiva la presunción de inocencia en su favor. El SAT es la única autoridad que puede confirmar si la declaración de impuestos de Angélica Rivera es verdadera, y si los datos e información que en ella se contienen son correctos y válidos. Continuar con la opacidad no es una opción que los beneficie. La transparencia en el actuar de los órganos del Estado y de los funcionarios públicos es un mandato constitucional.
¿Nos mintió Angélica Rivera? Dados los indicios que existen y la sospecha generalizada en su contra, el veredicto hasta hoy es que sí. En ella está convencernos de lo contrario.