Nuestra democracia está en jaque. La clase política y los gobernantes son indiferentes e insensible a esta realidad. La ineficiencia en las funciones de gobierno es manifiesta. Los índices de corrupción son los más altos de las últimas décadas, lo que se suma a una creciente impunidad que es una más de las múltiples prerrogativas de que gozan los cargos públicos. La percepción ciudadana es que el PRD, el PAN y el PRI están coludidos en esa dinámica. En un momento determinado, Morena afrontará el riesgo de sumarse a ellos o mantenerse al margen.
De ahí la pregunta: ¿por quién votar en las próximas elecciones intermedias? Frente a este dilema las candidaturas independientes emergen como una opción no sólo para encauzar nuestra insatisfacción, sino para hacer efectivo el derecho de participar en las decisiones políticas y electorales de nuestro país. Sin embargo, si bien estas candidaturas son posibles hoy en día, su regulación dista mucho de ser idónea, pues la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales [LEGIPE], lejos de fomentar la democracia en la figura per se, favorece a los partidos y a sus candidatos, dejando en clara desventaja a los independientes.
Desde 1946 la legislación electoral instituyó el monopolio de los partidos políticos. A partir de entonces las candidaturas independientes estuvieron prohibidas. La situación empezó a cambiar con motivo de la lucha emprendida por Jorge Castañeda en 2006, quien aunque no obtuvo el registro como candidato a la Presidencia de la República, a cambio indujo una importante reforma constitucional que hoy permite a los ciudadanos impugnar ante el Tribunal Federal Electoral las resoluciones de las autoridades electorales. Antes no había manera de hacerlo. Dicha reforma obedeció a una reacción presurosa del gobierno mexicano frente a la inminencia de una sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que lo hubiera acusado de una inexcusable violación al derecho humano de acceso a la justicia, esencial en esta materia.
Esa reforma constitucional hizo posible que en 2012 Manuel Clouthier demandara ante el Tribunal Federal Electoral la violación a sus derechos político-electorales, una opción legal inviable antes de Castañeda, por negarle su registro como candidato independiente a la Presidencia de la República.
El caso de Clouthier fue emblemático, pues a pesar de que no obtuvo el registro formal como candidato, primero ante el entonces Instituto Federal Electoral y después ante el mencionado tribunal, al final se logró lo siguiente:
- Que el gobierno mexicano detonase -igual que en el caso de Castañeda- una reforma al artículo 35-II de la Constitución Federal, para permitir de manera expresa lo que antes se afirmaba que estaba prohibido: el derecho de los ciudadanos a postularse como candidatos independientes, y
- Que la votación de 7-0 que por muchos se pronosticaba en el Tribunal Federal Electoral, al final fuera de 4-2. Los dos votos a favor de Clouthier sentaron un precedente jurídico importante.
Así fue como en 2012 el monopolio de los partidos políticos sufrió una fractura importante. Sin embargo, en la práctica la LEGIPE ha hecho que el registro de las candidaturas independientes sean difíciles -casi imposibles- de conseguir. El proceso es largo y lleno de obstáculos. Veamos algunos de ellos:
a) En primer término, la ley exige que los aspirantes constituyan una asociación civil y la den de alta en el SAT. Se hizo así para evitar el financiamiento de sus campañas con dinero proveniente de actividades ilícitas como el narcotráfico. Esto es un exceso, un trámite burocrático restrictivo. Todos los candidatos a puestos de elección popular, tanto los independientes como los postulados por partidos políticos, afrontan el mismo riesgo. Además, existen mecanismos de investigación y vigilancia para ‘prevenir’ y ‘sancionar’ esos manejos en la Ley Antilavado y en la legislación bancaria y fiscal.
b) En segundo lugar, la LEGIPE fomenta la desigualdad en la contienda, en la medida que a los aspirantes a candidatos independientes se les pide que recaben el 2% de firmas de la lista nominal de electores, lo cual contrasta con el requisito del 0.26% de firmas para constituir un partido político.
c) Si el aspirante a candidato independiente obtiene el registro, aún le faltará lo más duro: hacer campaña con recursos materiales limitados, con una estructura territorial restringida y con un acceso casi nulo a tiempos oficiales. En estas condiciones su campaña carecerá de efectividad e impacto, comparativamente con el potencial de los partidos políticos (un ejemplo reciente es el Partido Verde, quien a pesar de la sorpresa e indignación ciudadanas se ufana de la ilegalidad de sus acciones).
d) Adicionalmente, como los candidatos independientes tendrán que afectar una parte significativa de su patrimonio personal, resultará lo siguiente:
- Por un lado, impedirá que desde esa plataforma contiendan quienes carezcan de dinero y redes suficientes para lograr un posicionamiento electoral, o bien, que tampoco participen quienes no puedan afectar horas de su jornada laboral, indispensables para cubrir sus satisfactores básicos, para destinarlas a actividades políticas.
- Por otra parte, esta desventaja complicará a los independientes que puedan persuadir a los ciudadanos de votar el próximo 7 de junio y, más difícil aún, convencerlos de que son una buena opción electoral y de que, por lo tanto, voten a favor de ellos.
La legislación electoral favorece los intereses de los partidos políticos y obstaculiza las candidaturas independientes. La desigualdad en una y otra plataforma es evidente. Queda por ver si el Tribunal Federal Electoral así lo reconoce. En él recaerá la responsabilidad de determinar si los requisitos impuestos a los candidatos independientes son desproporcionados e irrazonables. Los candidatos independientes no la tienen nada fácil. Mucho camino por andar.