Poley-poley: una crónica en Los Himalayas

Poley-poley: una crónica en Los Himalayas

No importa qué tan lento avances, siempre y cuando no te detengas.
Confucio

I

Mis zancadas eran pausadas y enérgicas, para no malograr la cadencia del grupo. La emoción de ver el Base Camp del Everest, aún a dos horas de distancia, me motivaba a mantener, a 5,300 metros de altura, el ritmo sincopado de una respiración profunda. La hipoxia se agudizaba: mis niveles de oxigenación eran inferiores a 70 %. La frecuencia cardiaca era de 152 pulsaciones por minuto.

Era el domingo 20 de abril. Estaba por adentrarme en Los Himalayas y llegar al Everest, una montaña de 8,848 metros. El nombre originario en Nepal (costado sur) es Sagarmāthā: “La frente del cielo”, y en el Tíbet (cara norte), Chomolungma: “Madre del universo”. En 1865, la Royal Geographical Society le dio su apelativo occidental en honor al coronel George Everest, quien había sido topógrafo general británico de la India.

El interés por esta aventura nació como simple ocurrencia, a partir de la crónica publicada en una revista mensual popular y de amplio tiraje en ese entonces, sobre la primera cumbre alcanzada el 29 de mayo de 1953 por el neozelandés Edmund Hillary, acompañado por el sherpa Tenzing Norgay. La reseña era electrizante. Ahora, sesenta años después, Los Himalayas me dejaron sentir su potencia.

El grupo inicial éramos nueve personas: seis norteamericanos —con Ardeth, una joven de Maine, y Don, de Denver, hice buena amistad—; Kim, un chavo de 19 años de Hong Kong, alegre y divertido; y dos señoras rusoamericanas, que casualmente ahí se conocieron, no obstante que eran de San Petersburgo; y un mexicano: yo, por supuesto.

El punto de encuentro fue en un hotel de Katmandú, el lunes 7 de abril por la tarde. Un par de vuelos largos —36 horas en total—, tranquilos y puntuales, con escala en Estambul, me pusieron allá. La ilusión era una poderosa fuente de energía. La capital de Nepal es vigorosa y con un orden difícil de explicar en la vorágine de su caos. Desde un principio capté que los nepalíes son amables, pacíficos y risueños. Se percibe pobreza, mas no desdicha.

La reunión tenía varios propósitos. El primero, que cada uno nos conociéramos y dijéramos cuáles eran nuestras expectativas. El líder de la expedición, Jagan Timilsina, aprovechó para presentarnos con el equipo de sherpas jóvenes con los que haríamos el viaje: dos guías y cinco porteadores que cargarían nuestras maletas, las cuales no podían exceder de 20 kilos. Eso significaba que cada porteador se echaría 40 kilos a cuestas, al menos.

El segundo objetivo era explicarnos en qué consistiría la ruta general de 150 kilómetros, los segmentos en que se dividiría y los procesos de aclimatación a la altura; la logística de comidas, hidratación y pernocta en Tea Houses, que son alojamientos modestos, con camas, almohadas y sábanas multiusos, y sin calefacción en los cuartos; y revisar qué no podríamos olvidar: sleeping bag para temperaturas mínimas de −10ºC, ropa térmica, una chamarra gruesa y guantes para iguales temperaturas; dos termos de agua de 1.5 litros cada uno; una chaqueta para viento y lluvia; unas botas firmes, usadas —“no nuevas”, fue la instrucción expresa—, pero en buen estado; una bandana para atajar el sol y el frío, y un gorro de lana gruesa; y cosas personales, sobre todo papel higiénico que escasearía en el trayecto.

Por mi parte, adicioné un bastón de montaña y diez bolsitas con nueces mixtas, frutos secos y barras de proteína; e ilusamente eché un jabón de baño, una toalla especial para estas excursiones y un desodorante. En la báscula, la maleta marcó 17 kilos.

El tercer propósito de la junta fue reiterarnos lo que Jagan nos indicó en un par de correos previos: evitar por completo la carne y el pollo, aunque estuvieran bien asados o cocidos. Sus palabras fueron rotundas: “Créanme. Las enfermedades gastrointestinales son la principal causa de evacuación de Los Himalayas”.

A los tres días, Zlata, cayó con una infección gastrointestinal y un helicóptero fue por ella para internarla en Katmandú. Lección aprendida: en lo sucesivo, sólo huevos cocidos o fritos como proteína, y algunos tipos de queso previamente aprobados por los guías. Se anticipaba que el tema alimenticio sería un desafío adicional.

Jagan es un personaje singular. De 1.70, delgado aunque correoso, moreno y de barba rala, disimula bien su edad: parece más joven que sus 45 años. Inteligente, risueño y sagaz, de inmediato muestra sus habilidades empresariales: al tiempo en que estábamos en Los Himalayas, otros ocho grupos liderados por su empresa sendereaban por rutas distintas a la nuestra. De hecho, nosotros contratamos con NOLS, una empresa de Estados Unidos, con la que él ha trabajado quince años y tiene una alianza para atender al mercado norteamericano. Ante el creciente influjo turístico en Nepal, en 2018 tuvo la visión de abrir un hotel en un pueblo estratégico, de alto tráfico vehicular y aéreo, a la puertas de Los Himalayas; pero la crisis del Covid y un pasivo bancario irrefrenable lo obligaron a vender.

Su mando lo ejercía de manera templada, con recomendaciones puntuales y claras, y con un inglés fluido: “Para alcanzar la meta, tenemos que caminar de manera disciplinada, conforme al itinerario. Sólo así podremos llegar al Base Camp. Nadie nos llevará allá. Cuiden de su persona y de sus energías. Procuren dormir mucho, no olviden hidratarse constantemente y, en la medida de lo posible, aliméntense bien. No hay prisa: la ruta es larga y, en ocasiones, los retos serán extremos”.

Nunca pude pronunciar su nombre de forma correcta. Mi justificación, a manera de broma, era que del nepalí mis compañeros lo pasaban al inglés y de ahí querían que yo lo tamizara al español. Mi impericia fonética la sustituí con un Mister J, que a él le pareció simpático.

II

La travesía comenzó el miércoles 9 de abril, en Lukla, un pequeño pueblo a los pies de Los Himalayas y a 2 mil 860 metros de altura. Era una tarde brumosa. No había viento ni hacía frío. Una llovizna fina alisaba nuestros rostros. El recorrido fue de apenas cinco kilómetros, para entrar en calor.

A partir de ese momento y durante once días, las marchas fueron pendientes de subida, en veredas muchas veces enrocadas. El viernes 11, por ejemplo, avanzamos 20 kilómetros para llegar a Namche Bazar, el último contacto con lo que puede llamarse civilización, a 3,440 metros. Ahí realizamos, al día siguiente, los primeros ejercicios de aclimatación, con una cuesta de seis kilómetros, para llegar a 4,350 metros.

Ese día entendí que, ante la falta de oxigenación regular, lo importante era mantener trancos cortos, firmes y constantes; y que la baladronada de ir más rápido sería una inmolación infructuosa. Ngawang Sherpa, el guía en turno, lo fraseaba en lenguaje local: poley-poley, algo así como “paso a pasito”, que se convirtió en nuestro mantra.

En el Tea House de Namche Bazar tuve la ocurrencia de tomar un baño. Error mayúsculo: el agua estaba caliente, pero la temperatura ambiente estaba abajo de 0ºC. El problema fue intentar secarme con una toalla que, con el vapor, se había cristalizado con alfileres de hielo. Fue peor el remedio que la enfermedad. El siguiente duchazo fue dos semanas después: el jueves 24, al regresar a Katmandú.

Simplemente lavarse las manos era una odisea, pues el agua, además de gélida, no espumaba con el jabón. Con el frío ininterrumpido de día y de noche —los cuartos no tienen calefacción—, los cambios de trusas y ropa térmica los descarté por completo. El uso de los baños comunitarios, con letrinas a ras de suelo —en un Tea House, uno para cincuenta huéspedes—, y con fríos que agarrotaban el alma, el reto se exacerbaba. Una noche, Sam, un hombre jubilado de 66 años, mi compañero de cuarto y que los fines de semana trabaja en los partidos de fútbol americano de Green Bay Packers, explotó de impotencia y desesperación. Lo escuché y lo entendí.Fue en Namche Bazar en donde Tom, un neoyorquino de 74 años, se quebró ante problemas cardiovasculares y un helicóptero lo socorrió para internarlo también en Katmandú. Así, el grupo quedó reducido a siete senderistas.

En Namche Bazar ya estábamos en el corazón de Los Himalayas. De las opciones para llegar al Base Camp del Everest, el plan era tomar la vía oeste, que es más escarpada, de mayor dificultad y, por lo tanto, la menos turística. A partir de ahí, fue adentrarnos en las montañas, en rutas promedio de diez kilómetros diarios, siempre en ascenso. Pasamos por Thame, a una altura de 3,820 metros; Lumde, a 4,368; Gokyo, a 4,790; Dragnag, a 4,700; Dzongla, a 4,835; Lobuche, a 4,910 y Gorakshep, a 5,140. En estas latitudes, los glaciares hicieron alarde de su luminosidad diamantina.

Por lo regular, los desayunos eran a las seis de la mañana, para empezar las jornadas media hora después. Dependiendo de las condiciones atmosféricas y la complejidad, las caminatas eran de entre seis y diez horas. La idea era que estuviéramos guardados en los Tea Houses a más tardar a las tres de la tarde, que es cuando el clima en Los Himalayas se recrudece. Por lo regular, a las siete de la noche estábamos todos dormidos.

En dos ocasiones empezamos a las tres y media de la mañana, anticipando rutas largas y de complejidad extrema. Una fue el martes 15 de abril, para cruzar el Renjo La Pass, a 5,360 metros. Era una madrugada oscura: nevaba. Con nuestras lámparas en la frente, parecíamos siete sombras perdidas en la inmensidad de las montañas. El viento era suave, pero el termómetro marcaba −12ºC. Los guías insistían: poley-poley.

A pesar de las condiciones adversas, la experiencia fue sublime. Alrededor de las cinco de la mañana, el día empezó a clarear y, al poco tiempo, los rayos solares plasmaron su estampa, con un tono naranja suave, en las cúspides de las montañas. Minutos más tarde, de Los Himalayas escurría un amarillo almibarado, que después se convirtió en un blanco radiante. El espectáculo de la naturaleza era arrobador. Nos detuvimos para disfrutar del paisaje e integrarlo a nuestro interior. El esfuerzo había tenido su recompensa.

Sin embargo, todavía faltaba atravesar el Renjo La Pass. Para ese día, el desgaste energético había sido alto y la magra alimentación empezaba a deteriorar nuestros cuerpos. El ascenso sería de mil metros de altura, con una pendiente muy pronunciada. Al pie de la montaña, pensé: “Esta sí que estará buena; pero a darle, que nadie me pondrá en la cima”. Y así, en fila india, cada uno a su ritmo, empezamos la cruzada. En mí sólo fluía la convicción intuitiva de dar un paso, pequeño y determinado, a la vez. El ritmo cardiaco se aceleró a 165 pulsaciones y los latidos martilleaban mis sienes. Sabía que me faltaba oxígeno, pero no me inquietaba. El único objetivo era llegar hasta arriba.

Cubrimos un buen trecho y tomamos el primer receso. Nos mantuvimos en silencio, como queriendo guardar reservas de aire. Volteé para ver lo que faltaba —apenas habíamos avanzado una tercera parte—. En la parte alta se barruntaban unas pequeñas siluetas, como hormigas humanas. Me asaltó un pensamiento fugaz: “Híjole, no manches”. No lo dejé transitar para no sabotearme.

Salvamos otro tramo, antes de un descanso. Entonces vi hacia abajo y con satisfacción constaté la valía milenaria del “paso a pasito”: así, despacio, se llega lejos y muy alto. La parte final la completé con la adrenalina de lograr la cumbre, todavía a una hora de distancia. Al llegar, levanté los brazos en V de victoria y, en silencio, para mis adentros, exclamé: “Sí se pudo”. Llegaron los demás compañeros. Nos dimos un abrazo intenso y nos tomamos la fotografía conmemorativa.

Dos días después, el jueves 17, afrontamos el reto de un nuevo cruce: Cho La Pass, un risco a 5,420 metros. Lo mismo: salida a las tres y media de la madrugada, esta vez sin nieve, pero con una temperatura de −8ºC y con un viento que ajaba las caras. El despunte del sol y los tonos multicolores de Los Himalayas me resultaron prodigiosos, aún más impactantes que en Renjo La Pass. La noche previa no había dormido nada. Ardeth y Don se percataron al salir del Tea House por mi gesto descompuesto por el insomnio. “¿Qué fue?”, me preguntaron, a lo que respondí: “Quizá el frío de la noche o la cena me cayó pesada; pero mejor ni pensar en ello”.

Esta cruzada sería, por mucho, más compleja que la anterior. La pendiente era más severa, y la vereda peñascosa y con mucha nieve, lo que la hacía resbaladiza y fatigosa. A medio andar nos cubrió una espesa neblina y empezó a nevar. En la segunda mitad del sendero, a dos horas de la cumbre, está instalado un cable de acero grueso, como sostén para los escaladores.

La desvelada y el agotamiento me acechaban. En un abrir y cerrar de ojos solté el cable y me deslicé como diez metros en tobogán por la nieve. Nada grave ni de preocupar, pero Mister J se acercó y me dijo: “Luis, uno de los porteadores te ayudará con tu mochila”. Con mirada orgullosa, con un inglés sofocado y apenas audible por el viento, contesté: “No way, man”. Su réplica fue: “Ok, te entiendo. Tómate tu tiempo. No hay prisa”.

Recuperar el equilibrio y la respiración me llevó quince minutos, que me parecieron una eternidad. El aguijón de la inseguridad me asediaba. Dadas las circunstancias, el desgaste físico era natural. El principal escollo era mi recomposición mental. Con zancadas atascadas por la nieve subí los diez metros que había caído y me senté a reflexionar: “Poley-poley”.

Empuñé el cable y di un primer paso, luego otro y así durante media hora. Un receso de quince minutos y a seguir. Miré hacia arriba, pero la neblina y los copos de nieve bloqueaban la visibilidad. Para ese momento me había olvidado del tropezón y me sentía revitalizado. No tenía pena ni me sentía derrotado. No era momento para pensar en el insomnio o si la alimentación era suficiente, ni cuánto faltaba para llegar. Mi consigna se limitaba a una simple frase llena de sabiduría ancestral: “Paso a pasito”.

Avanzamos 45 minutos y descansamos para hidratarnos y comer. Una hora más de andar y alcanzamos la cima. Estábamos fatigados, pero exultantes: habíamos logrado la proeza. Sólo nos faltaría nuestra meta final.

Al Base Camp del Everest llegamos el domingo 20 de abril. La excursión sería de doce kilómetros, en terreno abrupto y pedregoso, sin variaciones significativas en la altura. Lo mismo: salida de madrugada, con nuestras lámparas en la frente. A diferencia de los días anteriores, no hacía viento y el cielo estaba despejado y estrellado. La temperatura era de −4ºC. El amanecer fue brillante y admirable, aunque sin la espectacularidad de las otras mañanas.

El camino para llegar a nuestro destino sería lento —seis horas—, por el tráfico cargado de personas, porteadores y yaks en las veredas. Después de cuatro horas, en uno de los recesos vimos el Base Camp. Como centro de acampada en la ladera sur del Everest, utilizado por los escaladores, nada tiene de espectacular. El Sagarmāthā, o Chomolungma, seguía sin aparecer en escena.

El sol pegaba fuerte. Aún faltaban dos horas y el cansancio acumulado de once días hacía mella en nuestros cuerpos; pero la ilusión de alcanzar nuestro objetivo nos reanimó y dio el extra que en ese momento necesitábamos. Pero un diablillo, perspicaz y taciturno, empezó a acosarme: “¿Qué de extraordinario tiene el Base Camp? ¿Tanto esfuerzo y dinero para conocer esta insignificancia?” Comencé a sentirme fastidiado; mi entusiasmo decrecía. Cada tranco se volvió tortuoso y sin propósito alguno. Gran paradoja: estaba por conquistar la ilusión de mi infancia y, sin razón aparente, mi propia voz me saboteaba.

Los rayos ardientes, la polvareda y los atascos de gente y animales me obnubilaban. Acudí a mis últimas reservas de cordura y me sermoneé: “Quieras o no vas a terminar el trayecto, así que mejor deja de lamentarte y ponte las pilas. No tienes opción”. Como recurso inmediato, empecé a contar las pisadas y ver cómo las botas se incrustaban en el sendero. Olvidaba la cuenta y reiniciaba. El sentido lúdico de la caminata acalló el pensamiento maligno.

De pronto, detrás de un recodo apareció la cúpula del Everest. Todos nos detuvimos a admirar el portento de la montaña y constatar lo que histórica y geológicamente significa. Sus 8,848 metros son imponentes. La emoción colectiva irradiaba una energía especial en el grupo. Estábamos boquiabiertos. Éramos unos privilegiados. Me olvidé del cansancio y del diablito. No pensaba en nada; sólo admiraba su majestuosidad.

Desde ese ángulo, el Everest se ve incompleto. Sólo asoma la cresta cubierta de nieve y que buena parte del tiempo se esconde entre nubes. A la derecha (suroeste) está resguardado por el Lhotse, una montaña de 8,516 metros, y a la izquierda (sureste) por el Nuptse, de 7,855 metros. Entre respiraciones entrecortadas, caí en cuenta de que para llegar del Base Camp a la cima todavía faltaba un ascenso colosal. Una épica reservada a doscientas personas al año.

El Base Camp es un área reservada para los montañistas que pagan una cuota al gobierno nepalí para subir al Everest. El mejor tiempo para intentarlo es la segunda quincena de mayo. Los expedicionistas, sin embargo, tienen que llegar dos meses antes para aclimatarse y alistar los preparativos. El resto tendríamos que quedarnos a las afueras del campamento.

Después de una hora, Mister J nos recordó que teníamos que empezar nuestro regreso a Lukla, de donde habíamos partido el miércoles 9 de abril y debíamos estar el miércoles 23 a más tardar. En tres días tendríamos que descender casi cincuenta kilómetros. Era el momento de prepararnos psicológicamente para recorrer distancias largas cada día, en terreno irregular y con numerosas pendientes pesadas. La gran diferencia es que el premio mayor —el Everest— quedaba atrás. Nuestro único aliciente, apresurado y momentáneo, sería continuar disfrutando de la opulencia de Los Himalayas.

Al bajar, el aire se aligeraba y era palpable una mayor oxigenación. Mi respiración comenzó a fluir con naturalidad y los niveles de oxígeno se incrementaron: el Garmin marcaba 85 %. La hipoxia desaparecía y, en su lugar, el aumento súbito me provocaba un estado de placer extremo y surreal: no sentía el cuerpo, las piernas flotaban, mi consciente rayaba en la inconsciencia, el sol refulgía con una blancura prístina, y el verde de las plantas y los colores de las flores eran tan intensos que abrumaban. Me sobraba aire. Estaba dopado y la psicodelia me maravillaba.

La noche del martes 22 paramos en Namche Bazar y el jueves 24 amanecimos en Lukla. En la madrugada tomamos un vuelo corto a Manthali y luego un recorrido sinuoso y accidentado de cinco horas por carretera a Katmandú. La primera gratificación fue tener una habitación para mí solo. Apenas entré al cuarto, aventé la maleta y la mochila de día. Me urgía un duchazo y vestirme con ropa limpia; y me entusiasmaba tener un clima templado (durante quince días tuve frío).

Me desvestí y, por vez primera en muchos días, me vi desnudo. Me desconocí. Había bajado unos seis kilos. Me quedó un cuerpo diminuto. El abdomen lo tenía marchito, con los huesos del torso grotescamente expuestos. Estaba exhausto, desnutrido y deshidratado; pero feliz y complacido.

Recordé a Diego y sus palabras al conocernos: la moquetiza era cosa del pasado. El regocijo y la sensación de triunfo eran mi presente; lo siguen siendo. Tocaba descansar, rehabilitarme y nutrirme. Lo demás, lo que viniera, sería para bien y mejor. Todo había valido la pena, con saldo blanco: ni torceduras ni lastimaduras; ni una ampolla siquiera. ¡Misión cumplida!

III

La experiencia de Los Himalayas ha sido, por mucho, la mejor de mi vida. El esfuerzo fue extremo. 70 % de las rutas parecían imposibles; casi lo fueron. La suma de pasos y la acumulación de kilómetros arrasaron, al parejo, con grasa corporal y masa muscular. La resistencia mental la llevé al límite, como una cuerda de guitarra que se estira y estira, pero que no revienta. Los dos cruces de montaña: Renjo La Pass y Cho La Pass los recuerdo como ficciones delirantes, bajo el hechizo de la danza cadenciosa del poley-poley.

La condición física es indispensable; pero sin una actitud disciplinada y comprometida el cuerpo revienta. Hay que estar zafado para aventarse el tiro; y más loco aún para disfrutarla. Pero este reto es así de cicatero y apasionante.

El Base Camp del Everest es la joya de la corona, pero la hazaña toda es cautivadora. Los Himalayas colman con su señorío. Están en otro nivel: narcotizan y embelesan, al tiempo que exigen y castigan, en un juego en apariencia perverso y masoquista. Mientras más duele, mayor es el júbilo de conquistar lo insospechado. La magia de miles de montañas color acero, con nieve deslumbrante y el zigzag de enormes águilas —y el trasfondo sinfónico de ríos y lagos—, me embrujaron.

Soy parte de Los Himalayas. En aquellos amaneceres irisados, mi sentido de trascendencia adquirió un nuevo matiz. Una parte de mí quedó allá, en la eternidad de los tiempos. Ahora, en México, su grandeza perdura en mí. Al principio de la travesía, sólo dimensionaba mi pequeñez ante los picos nevados; pero, de inmediato, mi concepto se modificó: me fusioné con esa majestuosidad y, al dejar ahí las huellas de mis botas, me hice parte de esa infinitud. Me sentía gigante y pleno; lleno de energía. La impronta de esos días se enraizó en mi mapa genético. Como me dijo Luis Enrique: “Eso, precisamente, es una experiencia espiritual”.

En el silencio encontré a mis muertos: a mi hijo Jorge y a don Luis, mi padre; y a mis vivos: Gisela, Andrea y Javier, y a mi madre. Con el corazón abierto los abracé. Somos y seremos parte de un mismo todo, inmaterial y eterno. Estamos vivos, en la medida que nuestros espíritus permanezcan unidos. La fugacidad de la vida es la contracara magnánima de la muerte: una mera ilusión y la metáfora extraordinaria de vivir.

El viaje fue más que una aventura. Fue una conexión radical con la generosidad del universo.

Fuente. Nexos, publicado el 24 de mayo de 2025

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Experto en temas jurídicos, con más de 40 años de experiencia. Es socio director de PDEA Abogados, despacho especializado en derecho fiscal y administrativo en la Ciudad de México.