Los recientes casos de corrupción gubernamental en contra de funcionarios y exfuncionarios públicos, plantean interrogantes sobre el tipo de delitos de los que son acusados. Además de cohecho y peculado, Hacienda y la PGR los ha denunciado por defraudación fiscal, lavado de dinero y delincuencia organizada. ¿Cómo es que todos esos delitos se actualizan? El propósito del presente artículo es responder a esta interrogante.
El inicio de la cadena delictiva se encuentra en dos especies de corrupción: el cohecho y el peculado. En el primero, los funcionarios públicos reciben dádivas –mordidas– a cambio de favores a terceras personas. En el peculado existe la apropiación indebida de dinero del Estado. En ambos casos, los funcionarios tienen un incremento en su patrimonio, lo cual los enfrenta al reto no sólo de ocultarlo, sino también de disfrutarlo -¿o no es ese el propósito de la corrupción?-, ya sea en forma directa o a través de prestanombres.
El proceso de ocultar el dinero proveniente de cohecho y peculado -al igual que la adquisición de bienes con los mismos recursos-, configura el delito de lavado de dinero. De este, a su vez, se deriva la defraudación fiscal, por una presunción legal en razón de la cual este último delito se consuma en automático cuando existen ingresos o recursos provenientes de operaciones con recursos de procedencia ilícita.
Por su parte, no obstante la ilicitud del dinero obtenido, el incremento en el patrimonio de los funcionarios trae como consecuencia la obligación a su cargo de pagar el Impuesto sobre la Renta. No pagarlo actualiza una segunda modalidad de defraudación fiscal, distinta de la señalada en el párrafo anterior, sobre todo si para omitirlo se hace uso de engaños, como usualmente sucede en los casos de corrupción.
Incluso, una tercera variante de defraudación fiscal se configura por el disfrute del dinero del cual los funcionarios se apropiaron ilegalmente. En efecto, la Ley del Impuesto sobre la Renta dispone que cuando en un año de calendario una persona efectúa erogaciones superiores a los ingresos declarados, la diferencia constituye un ingreso respecto del cual debe pagarse dicho impuesto.
La lógica es simple, como se demuestra en el siguiente ejemplo: supongamos que en 2015 una persona declaró 200 mil pesos, pero el fisco federal le demuestra que gastó 800 mil. ¿De dónde salió la diferencia en exceso por 600 mil? Puede ser que esta provenga de ingresos obtenidos en años anteriores, respecto de los que ya pagó el impuesto; sin embargo, si el contribuyente no lo justifica, entonces la ley presume que esa diferencia constituye un ingreso por el cual debe pagar el ISR.
A la anterior presunción se le conoce como discrepancia fiscal, que no sólo da lugar a una responsabilidad económica a cargo del contribuyente, sino también a una imputación por defraudación fiscal ‘equiparada’, la cual se actualiza precisamente cuando en un año de calendario una persona física realiza erogaciones superiores a los ingresos declarados en el propio ejercicio, y no comprueba al SAT el origen de la discrepancia.
Ahora bien, una vez configurado el lavado de dinero, el delito de delincuencia organizada se presenta en automático cuando “tres o más personas se organicen […] en forma permanente o reiterada” para esos propósitos. En la articulación de la corrupción esa hipótesis se cumple con facilidad, pues por lo general el funcionario público no actúa solo, sino que lo hace con el auxilio y complicidad de varias personas -tres o más- para consumar el cohecho y el peculado, así como para ocultar el dinero producto de sus actividades ilícitas.
Como se aprecia, la línea entre corrupción, lavado de dinero, defraudación fiscal y delincuencia organizada es clara y directa. Por eso no debe extrañar que las acusaciones penales de Hacienda y de la PGR sean en este sentido.