El mensaje de que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador está comprometido con el combate a la corrupción es efectivo políticamente, pero en el caso de Emilio Lozoya lo jurídico ha quedado en segundo plano.
CIUDAD DE MÉXICO — Los juicios penales de Emilio Lozoya, exdirector general de la petrolera estatal mexicana durante el sexenio de Enrique Peña Nieto, se convirtieron en un festín mediático.
En este caso, la justicia se imparte en un doble foro: las Mañaneras, las conferencias matutinas del presidente Andrés Manuel López Obrador, y los procedimientos legales ante dos jueces federales. Y en la palestra política, AMLO es el gran ganador.
La estrategia jurídica se ha manejado con astucia y precisión, cuyas etapas se sincronizan con las maniobras mediáticas del gobierno federal. La jugada política de López Obrador es perfecta. Lo jurídico queda en segundo plano. Lozoya es, en cierto modo, un alfil carente de relevancia legal, que por prestarse a la escenificación resulta beneficiario, junto con su familia, de una libertad provisional postiza.
El mensaje de que el gobierno está comprometido en el combate a la corrupción y la impunidad es efectivo. La rentabilidad de AMLO de cara a su base electoral es alta. Y manejar la posibilidad del encarcelamiento de expresidentes, exfuncionarios y exlegisladores es un manjar de cara a las elecciones de 2021. Pero en lo penal, solo el desarrollo de los juicios probará la efectividad de esa cruzada.
Lozoya se ha prestado como testigo colaborador de la Fiscalía General de la República (FGR) para inculpar a tres expresidentes, tres exsecretarios de Estado, dos excandidatos presidenciales de 2018, seis exsenadores —dos de ellos actuales gobernadores estatales—, un exdiputado federal, dos exdirectores de la petrolera mexicana y un exsecretario de finanzas del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Un escopetazo con tintes de opereta.
En el centro de su acusación se encuentran el expresidente Peña Nieto y el exsecretario de Hacienda Luis Videgaray, quienes fueron sus jefes y cómplices en actos de corrupción ligados a Odebrecht —la empresa brasileña al centro de la mayor operación anticorrupción en América Latina— y por la compra de una planta chatarra de Agronitrogenados.
La calidad de testigo colaborador de Emilio Lozoya le permite acceder al llamado criterio de oportunidad como un beneficio procesal. De esta manera, la FGR lo liberaría de responsabilidades penales, al igual que a su esposa, madre y hermana, acusadas de operar como prestanombres y facilitadoras del delito de lavado de dinero con recursos provenientes de la corrupción.
Pero para que el criterio de oportunidad sea válido, la incriminación de esos personajes debe respaldarse con información y pruebas útiles para perseguir delitos de mayor gravedad. Los hechos expuestos en la denuncia, sin embargo, se sustentan en simples interpretaciones de Lozoya o en dichos de terceras personas. El soporte probatorio es endeble y anodino para efectos legales: cuatro testigos, unas cuantas facturas y un video que se difunde en YouTube.
El escrito presentado ante la Fiscalía General el 11 de agosto es una acusación penal infectada de banalidad política. Lozoya se ostenta como adalid de las finanzas públicas y víctima de la perversidad de sus exjefes y de la extorsión de exlegisladores para aprobar la Reforma Energética de 2013, uno de los proyectos más conocidos del sexenio de Peña Nieto.
Lo peculiar del caso es que desde su llegada a Ciudad de México en julio, extraditado de España, Lozoya ni siquiera ha puesto un pie en los juzgados que lo procesan, y mucho menos ha ingresado a prisión. Aduciendo un estado de salud precario, fue internado en un hospital privado y desde ahí compareció antes los jueces mediante videoconferencias, que fueron privadas y no públicas, como ordena la ley. A los pocos días se le concedió la libertad condicional y fue dado de alta por los médicos.
En términos del acuerdo de extradición presentado por Lozoya en España, además de Odebrecht y Agronitrogenados, en México puede juzgársele por otros casos de corrupción en los que está involucrado, como la compra ilegal de una planta de fertilizantes a Grupo Fertinal y la inversión del 51 por ciento en las acciones de un astillero español en bancarrota.
Por disposición legal, las carpetas de investigación de la FGR son reservadas —no públicas—, lo que impide conjeturar sobre la suerte penal de Peña Nieto, Videgaray y el resto de los denunciados. La defensa de estos se centrará en debilitar la credibilidad de Lozoya y la fragilidad de las pruebas ofrecidas en su contra. Debido a la presunción de inocencia, se necesitarán mayores elementos para inculparlos penalmente.
La parte mediática, por el contrario, es claramente exitosa. López Obrador la ha manejado de forma magistral. La zaga procesal lo provee de municiones para mantener viva la desautorización de sus rivales políticos en la antesala de las elecciones de junio de 2021, cuando se renovarán 500 diputaciones federales, 15 gubernaturas estatales, 30 congresos locales y 1926 ayuntamientos y juntas municipales.
Y López Obrador tiene una ventaja adicional: un eventual fracaso de los procedimientos penales no sería su responsabilidad, sino de la FGR y del Poder Judicial, en los que recae, de manera autónoma e independiente del presidente de México, la investigación, denuncia, persecución y juzgamientos de los delitos.
El camino procesal es aún largo y sinuoso. A menos que algo suceda, los beneficios a Lozoya y su familia serían desproporcionados respecto de la información entregada a la Fiscalía General. Hasta ahora, tenemos una operación Lava Jato mexicana con estructura legal endeble. Todo dependerá de que Lozoya mejore la calidad de sus pruebas.
La película es de larga duración y ninguna sorpresa penal puede descartarse. Solo el tiempo definirá el destino de Lozoya y la efectividad del combate a la corrupción en México. Lo cierto es que el gobierno de AMLO tendría que comprometerse a respetar el proceso judicial y evitar seguir con un juego mediático que no contribuye a erradicar la corrupción en nuestro país.