Los delitos del fiscal general
La procuración de justicia está en la picota. Desde la tribuna observamos la degradación caótica de la Fiscalía General de la República. Unos días, su titular Alejandro Gertz Manero es el verdugo que devasta la libertad y la paz de ciudadanos comunes y de personajes políticos que le son antagónicos. Otros días, crecen las acusaciones en su contra por delitos de enriquecimiento ilícito, tráfico de influencias, extorsión y asociación delictuosa.
El caso de Laura Morán y Alejandra Cuevas fue un maremoto que arrastró a la Suprema Corte de Justicia de la Nación. La Fiscalía General y el Poder Judicial de la Ciudad de México salieron vapuleados al rubricar órdenes de aprehensión por el inexistente homicidio de Federico Gertz Manero.
Alejandra Cuevas no tuvo que haber estado en prisión y el juicio de amparo nunca debió llegar al Pleno de la SCJN. La presión mediática y política indujo una absolución aplastante. Sin embargo, ¿cuántos más casos de venganza se ceban contra empresarios, periodistas, líderes de opinión y políticos de oposición?
En lo penal, el nombre del juego se llama impunidad. Las estadísticas lo avalan –menos del 2% de los delitos cometidos son sancionados– y a diario lo constatamos. La seguridad pública está reprobada. El narcotráfico es imbatible. Los feminicidios han alcanzado cuotas descomunales.
La competencia desleal para los empresarios se potencia cada día más: las factureras retoman oxígeno y el contrabando operado por la delincuencia organizada se ha institucionalizado. El lavado de dinero es una actividad ordinaria.
La operación de la FGR es disfuncional. El debate se ha centrado en la persona del fiscal y no en la institución como responsable de la investigación y persecución de los delitos. No se trata de si Gertz Manero debe o no continuar como titular.
La discusión tiene que ser si el modelo constitucional creado hace ocho años y en operación desde enero de 2019, como órgano constitucional autónomo, es adecuado desde la ortodoxia de la división de poderes y si ha cumplido con el propósito de modernizarse para combatir la impunidad en nuestro país.
La crisis de la FGR
Ninguna de esas exigencias se ha satisfecho. En lo que respecta al combate a la delincuencia, en todos los rubros los saldos son negativos: evasión fiscal, corrupción, lavado de dinero, tráfico de drogas, armas y personas, contrabando y piratería, por ejemplo. La impunidad institucionalizada es el sello de la casa.
En lo organizacional, la FGR tiene meses de retraso en la publicación de documentos que aseguran su funcionalidad: Estatuto Orgánico, Estatuto del Servicio Profesional de Carrera y lineamientos para la transferencia de recursos humanos, materiales, financieros y presupuestales.
El próximo 21 de mayo vencerá el plazo para que se publique el Plan Estratégico de Procuración de Justicia. Respecto de estas fallas sistémicas de la FGR, poco se habla. El discurso mediático se sitúa, entendible y necesariamente, en su titular; pero el aspecto estructural es más trascendente.
En realidad, el problema no es de personas sino del diseño de la FGR como órgano constitucional autónomo. En la tendencia desenfrenada para crear ese tipo de órganos (Cofece, IFT, Inegi, etcétera) se sacralizó la idea de que la autonomía garantizaría la santidad del fiscal. Y además de todo con un nombramiento por nueve años –una barbaridad–, lo que en ocasiones implicará dos elecciones presidenciales.
La percepción es que la FGR se utiliza como brazo represor con fines políticos (y personales de Gertz Manero). El ejercicio de la acción penal –presentación de denuncias y desistimiento de las mismas– y los criterios de oportunidad como mecanismo para exonerar a delincuentes están en manos del fiscal, sin contrapesos internos.
Lo mismo sucede con el Estatuto Orgánico y el Plan Estratégico de Procuración de Justicia. El presupuesto de gastos y el ejercicio del mismo es libérrimo, prácticamente a la sola disposición de él. Una disfuncionalidad sistémica auspiciada por la Constitución y la Ley de la FGR.
Ciertamente, la FGR puede ser revisada por su órgano interno de control y la Auditoría Superior de la Federación. Pero, en los hechos, resulta impensable que Gertz Manero sea acusado de faltas administrativas graves; y menos de la comisión de delitos de corrupción, como lo ha evidenciado la reciente denuncia de Julio Scherer.
Ni cómo suponer que el fiscal presente ante un juez federal una carpeta de investigación en contra de sí mismo. Una impunidad modelada desde la Constitución; y hoy no hay remedio para una crisis de ese tipo.
Hacia un nuevo modelo constitucional
Una idea dominante para dotar de autonomía a la FGR fue quitar un brazo represor –caprichoso y arbitrario– al presidente de México. La experiencia histórica lo refrendaba. ¿Te imaginas a AMLO operando con ese poder?, es una pregunta típica. La respuesta es incierta.
Lo real es que ese poder se trasladó a una sola persona: el Fiscal General de la República, a través de una entidad con carencias organizacionales y con actuaciones veleidosas a diestra y siniestra. Todo indica que el remedio salió, con mucho, peor que la enfermedad; y sobre esto hay apatía, incluso miedo, a cuestionarlo.
A tres años de la creación de la FGR, la experiencia demuestra que el modelo ha resultado fallido. Regresar al pasado es inviable, porque implicaría retomar un sistema roto. ¿Qué sugieres?, es la pregunta natural. La respuesta no es simple, pues ni siquiera hay manera de empezar por lo básico: un diagnóstico objetivo de la situación y de los problemas que incumben a la procuración de justicia.
Y es que la FGR no publica los informes de actividades y resultados a los que está legalmente obligada. Lo siguiente sería armar foros de discusión y análisis interdisciplinarios –legisladores, abogados postulantes, partidos políticos, ministerios públicos, poder judicial, universidades, politólogos, criminólogos, etcétera– en todo el país, que conduzcan a propuestas consensuadas y que transiten como reformas constitucionales.
Sin una FGR funcional y efectiva, el Estado de derecho en México continuará en la tempestad de la ilegalidad y la delincuencia. Empeñarse en mantener el sistema actual es insensato. Las alternativas a desarrollar, de ser viables, no serán de corto plazo. El problema es que el fenómeno delictivo de alto impacto, propio de los delitos federales, está embravecido.