Es difícil dimensionar la evasión fiscal en México, pues no se tienen elementos objetivos para cuantificarla, pero una buena referencia son las 11 mil empresas fantasma publicadas por el SAT, cuya facturación asciende a 4 billones de pesos, equivalentes al 45 % del presupuesto federal de 2024 o al 12 % del PIB de este año.
Las maquinaciones fraudulentas para omitir el pago de los impuestos son idénticas al desvío de recursos del erario. Con el desfalco tributario se disminuyen los ingresos de la Hacienda federal; con la corrupción gubernamental se afecta el destino del gasto público. La consecuencia es la misma: el quebrantamiento de las finanzas públicas del Estado.
Las modalidades de la evasión fiscal son múltiples. La más socorrida, por práctica e inmediata, es la compra de facturas falsas a empresas fantasma, también conocidas como EFOS o factureras. Otra vía, igual de efectiva para efectos defraudatorios, es el outsourcing ilegal por el que las nomineras —también fantasma— esconden relaciones laborales y así aparentan que operan sin trabajadores. La reforma laboral publicada en abril de 2021 acotó esta práctica, pero numerosas empresas han ideado cómo darle la vuelta, con esquemas también falsos como bonos de productividad a los empleados o primas indemnizatorias por riesgos de trabajo.
Las posibilidades de la evasión son aún mayores. Algunos ejemplos son la relocalización artificial de residencia fiscal de los contribuyentes en países de baja tributación, la compra de pérdidas fiscales ficticias, la manipulación de valores en inmuebles y bienes intangibles como marcas, y los esquemas artificiosos de pagos asimilados a salarios.
En la economía informal, el fraude verdadero se da con los capos de la fayuca y la comercialización al mayoreo de productos agropecuarios: frutas, verduras, cárnicos y productos marítimos (en la Ciudad de México: Tepito y La Viga); no con los plomeros, trabajadoras domésticas, carpinteros, boleros, etcétera, de bajos recursos económicos.
Es difícil dimensionar la evasión en México, pues no se tienen elementos objetivos para cuantificarla; debe proyectarse con elementos indirectos e indiciarios. Una buena referencia son las 11 mil empresas fantasma publicadas por el Servicio de Administración Tributaria (SAT) conforme al artículo 69-B del Código Fiscal de la Federación. La facturación de esas Empresas Facturadoras de Operaciones Simuladas (EFOS) asciende a 4 billones de pesos, equivalentes al 45 % del presupuesto federal de 2024 o al 12 % del producto interno bruto (PIB) de este año.
Las factureras publicadas por el SAT son una muestra pequeña, sobre todo considerando que, de 2022 a la fecha, la lista del 69-B solo se ha adicionado con 282 contribuyentes, un número ínfimo respecto de la dimensión del problema. Sin embargo, si fueran 100 mil las EFOS operando en nuestro país —que fácilmente las hay, si no es que más—, el tamaño de la evasión fiscal sería diez veces mayor, es decir, de 40 billones de pesos (1.3 veces el PIB del año en curso). Esta simple regla de tres refleja la monstruosidad del dinero evadido solo por las empresas fantasma.
El SAT ha encargado a universidades del país, en diversos momentos, la realización de estudios sobre el fraude tributario. Los resultados son estimativos. Entre ellos destaca el reporte de que en los años de 2005 a 2017 el monto total defraudado fue de casi 8 billones de pesos, esto es, un promedio de 400 mil millones anuales. A pesar de que se trata de valores históricos —no indexados con inflación— es como si habláramos de que el IVA se aumentase en 5 puntos y con ello quedase con una tasa del 21 %. El boquete a las finanzas públicas es descomunal.
De combatir la evasión fiscal, los márgenes recaudatorios del gobierno federal serían significativamente elevados y de ejecución inmediata. Las gestiones del SAT en los últimos dos años, a través de cartas invitación, correos electrónicos y mensajes de texto, se han reflejado en incrementos marginales en la recaudación, aunque de manera asfixiante para los contribuyentes formales. Sin embargo, la percepción de riesgo en los defraudadores de altos vuelos es nula, incluso para las factureras y nomineras. Los grandes evasores se saben lejanos de los ojos de las autoridades y se regodean en la impunidad.
El expresidente Salinas de Gortari está defenestrado; sin embargo, conviene recordar que uno de los ejes de su gobierno fue el combate a la evasión fiscal, con resultados prodigiosos, al grado de que a la mitad de su sexenio la tasa del IVA se redujo una tercera parte: del 15 al 10 %; la tasa del ISR para personas morales bajó del 42 al 34 % —ahora es del 30 %—; la tarifa máxima del ISR de personas físicas disminuyó del 55 hasta quedar en el 35 %, y se eliminó el ISR sobre dividendos (años después se restituyó al 10 %).
No hay hilo negro por descubrir. La fórmula es la lucha contra la evasión y no el aumento de impuestos, como lo ha repetido la presidenta electa Claudia Sheinbaum. Se necesita de voluntad del gobierno para vigorizar procedimientos de auditoría que cumplan con los estándares probatorios en materia penal, el diseño de estrategias legales y operativas que aseguren el encarcelamiento de los delincuentes —respetando sus derechos— y la forzosa coordinación de cuatro instituciones: SAT, Procuraduría Fiscal de la Federación, Fiscalía General de la República y Poder Judicial de la Federación. Complejo, sí; factible, también.
La fragilidad de las finanzas públicas exige saltos exponenciales, en el corto plazo, de la recaudación federal. Se requiere de una decisión de Estado firme que, sin distingo de personajes y colores partidistas, se proponga la persecución penal de la evasión fiscal. Defraudadores hay muchos; es cuestión de identificarlos e ir tras ellos.