CIUDAD DE MÉXICO — El combate a la corrupción es un buen discurso político. En las elecciones presidenciales de México de este año el tema estará en el centro del debate. No será la primera vez: en 1982, el eslogan de campaña de Miguel de la Madrid, el candidato oficialista, fue “La renovación moral de la sociedad”. En un acto público dijo: “La corrupción en el sector gubernamental es la forma más intolerable de inmoralidad social”.
A partir de ese año se han emitido numerosas leyes. En 2015, se reformó la Constitución mexicana para crear el Sistema Nacional Anticorrupción (SNA) y al año siguiente se emitió la legislación para fortalecer los procedimientos de investigación y sanción. A pesar de ello, los niveles de corrupción y de impunidad han aumentado.
El problema ni siquiera está controlado. El Índice de Percepción de la Corrupción de 2015, elaborado por Transparencia Internacional, ubicó a México en el lugar 95. En los índices de 2016 y de 2017, la situación se agravó: el país ocupó los puestos 123 y 135, respectivamente. Las peores posiciones entre los miembros de la OCDE y del G20. Una caída de cuarenta lugares en dos años.
En julio de 2016, cuando se formalizó el lanzamiento del SNA, el presidente Enrique Peña Nieto dijo: “Estoy seguro de que en México habrá un antes y un después”. La creación del sistema, advirtió, “representa un cambio para fortalecer la integridad en el servicio público y erradicar la corrupción”.
Sin embargo, el SNA no ha dado los resultados esperados: las autoridades mexicanas no han emprendido acciones efectivas para investigar y perseguir la corrupción. Ni siquiera lo ha hecho en casos significativos, como los ecos en el país de los sobornos a funcionarios públicos de la constructora brasileña Odebrecht o el programa Pegasus usado por el gobierno de Peña Nieto para espiar a civiles.
En diversos países de América Latina se han iniciado acciones judiciales por el caso Odebrecht. En especial, las clases políticas de Brasil y Perú están cimbradas. El escándalo no solo ha quedado en el repudio de la sociedad civil ni en las primeras planas de los periódicos. Algunos de los responsables han sido encarcelados o están siendo juzgados; otros han dimitido. El expresidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva fue condenado a nueve años de prisión y podría prohibírsele participar en la contienda electoral. En Perú, Pedro Pablo Kuczynski renunció a la presidencia.
La impunidad de los políticos y gobernantes mexicanos involucrados en casos de corrupción es pasmosa. A pesar de las evidencias, no hay funcionarios de tan alto perfil relacionados con Odebrecht en riesgo de ser procesados legalmente ni de ser obligados a renunciar. La diferencia con Brasil y Perú está en la decisión de los fiscales y jueces anticorrupción —incluso de los parlamentos— de actuar en contra de los responsables. Esta posibilidad no se visualiza en México, al menos no pronto.
El desvío de recursos públicos es incontenible. El fenómeno se extiende en todo el país. La solución no es el endurecimiento de las sanciones, de suyo severas. En la legislación penal, por ejemplo, la corrupción se castiga con catorce años de prisión, a los que se añaden otros quince si también se comete lavado de dinero. Incluso se pueden aplicar otros sesenta años si esos delitos se ejecutan bajo el esquema del crimen organizado. En todos los supuestos, los jueces pueden decomisar los bienes de los acusados u ordenar su apropiación en favor del Estado.
De las escasas acciones legales emprendidas por las autoridades, algunas han resultado fallidas. Así ocurrió con la solicitud de extradición del exgobernador de Tamaulipas, Tomás Yárrington, negada por el gobierno de Italia. Algo semejante pasa en el juicio contra Javier Duarte, exgobernador de Veracruz, en el que es evidente la fragilidad de las acusaciones y la deficiente actuación de los fiscales. La duda es si ello obedece simplemente a la impericia de los fiscales o a la perversa intención de facilitar su liberación.
Múltiples casos se han conocido gracias a investigaciones periodísticas, los cuales, a pesar de su gravedad, al día de hoy permanecen sin condena. Así sucede, por ejemplo, con la Estafa Maestra —el esquema instrumentado a través de universidades públicas en el que al menos once dependencias federales utilizaron empresas fantasma para desviar 7760 millones de pesos de las arcas públicas— y con los desfalcos de Javier Duarte en Veracruz, César Duarte en Chihuahua y Mario López Valdez en Sinaloa.
El problema no radica en la falta de instituciones ni en deficiencias en la legislación anticorrupción. Existen autoridades con experiencia y fundamentos jurídicos sólidos para actuar en esta materia. El Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI) —una organización intergubernamental cuya misión es el diseño de políticas públicas en contra del lavado de dinero— concluyó que México tiene “un marco legal e institucional consecuentemente bien desarrollado”.
Sin embargo, los candidatos insisten en nuevas reformas legales. José Antonio Meade, del Partido Revolucionario Institucional (PRI), propone aumentar las penas y decomisar los bienes de los corruptos para destinarlos a becas para niños y mujeres. Andrés Manuel López Obrador, del Movimiento Regeneración Nacional (Morena), ofrece establecer un sistema universal de declaración patrimonial y declaración jurada, la obligatoriedad de programas de testigos sociales y contralores ciudadanos en las compras públicas, además de prohibir las adjudicaciones directas. Ricardo Anaya, de la coalición Por México al Frente, plantea que el Sistema Nacional Anticorrupción opere con total independencia, que la Auditoría Superior de la Federación tenga autonomía constitucional plena y que se prohíba el uso de efectivo en transacciones gubernamentales.
La campaña electoral inició y la oferta de los candidatos para reformar la legislación anticorrupción se mantendrá en la retórica electoral. Insistir en el endurecimiento de las penas elude la responsabilidad que sí se ha hecho en otros países: aplicar la ley de una vez por todas. Continuar con la inercia de más reformas legales es un callejón sin salida. La impunidad se desmantela con acciones concretas. Las instituciones existen, lo que falta es que actúen. El caso Odebrecht en Brasil es el mejor ejemplo de ello.